No tengo hambre
-me dices-
mientras te comes una cereza.
Mi boca se esponja
y te beso.
La lengua atrapa el hueso
lo esconde entre los dientes
lo encierra en la oquedad de la mejilla.
Los labios pegajosos
bajan por el cuello
zurciendo de almíbar la piel
regresan lamiendo mi oreja.
Tampoco tengo sed
-me susurras-
pero bebería el vino
que se escarcha
debajo de tu ombligo.
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