Era nuestra primera cita. Yo estaba muy nervioso, no quería dejar ningún detalle en manos del azar, no me parecía un aliado fiable. A base de preguntas estúpidas a alguna de sus amigas, conseguí saber que no le gustaban las flores, tampoco los bombones y mucho menos las colonias. Le gustaban algunos perfumes, pero consideraba una osadía que un extraño regalase fragancias a una mujer desconocida.
Lo cierto, según pude deducir, era que no le gustaban los regalos. Tan solo transigía con los libros. Ahora bien, pobre del desdichado que le hiciese perder el tiempo leyendo algo ininteresante. Para ella, aquello no tenía perdón de dios, de ningún dios.
¿Cuánto tiempo hacía que yo no prestaba atención a los libros?
Exactamente desde que Marisa se largó con viento fresco, dejándome la casa llena de gatos de porcelana y las estanterías llenas de libros. Marisa no veía la tele, decía que la aborregaba, así que cuando no practicábamos sexo, leía. Tengo que reconocer que llegó un momento en el que me tranquilizaba verla leyendo. Algunos fines de semana largos, se quedaba sin lectura y yo sin esencia vital.
Me dediqué a revisar las estanterías, aprovechando para limpiar un polvo que había comenzado a posarse el día que desapareció Marisa y que yo no había querido limpiar por miedo a que los recuerdos empezasen a revolotear por toda la casa. Los lomos de los libros habían amarilleado pero no habían adquirido humedad.
Nunca me había interesado lo más mínimo por las lecturas de Marisa, así que me quedé impresionado cuando vi que todos los libros trataban del mismo tema.
Lo de aquella mujer era una pura obsesión. Todos, todos los libros que ocupaban las estanterías de mi casa trataban el tema de la jardinería. No me lo podía creer, la única planta que tuvimos en casa murió por falta de riego y a ella le había dado por la jardinería. Me hubiera parecido más normal que fuesen libros eróticos. A las mujeres no hay quien las entienda, al menos a Marisa.
Cerca de la oficina han abierto una librería. Entré ella con el temor de los ignorantes. Me sentía perdido entre tanta página encuadernada. Menos mal que la dependienta, o la dueña, no sabía, vino en mi auxilio (bueno eso fue lo primero que pensé cuando se dirigió a mí y me preguntó si podía ayudarme). Era una mujer de mediana edad, muy bien arreglada, de olor embriagador, y con un escote tan generoso que mis ojos se perdían de continuo en el canalillo que como un abismo atraía fatalmente mi mirada. No fui capaz de apartar la mirada de sus pechos al hablarle. Estaba como hipnotizado, me sentía avergonzado de mi actitud, pero era incapaz de apartar la mirada de aquellos objetos hipnotizantes. Ella debía estar acostumbrada pues nada en el tono de su voz sonaba a reproche, sus palabras sonaban divertidas (era ella la que se divertía conmigo, yo sólo estaba azorado, empechado). Decidí ser sincero con la librera y explicarle el motivo de mi visita, quería regalar un libro a una mujer a la que apenas conocía y quería que el regalo me abriese las puertas a conocerla mejor. Aquella mujer tenía una risa maravillosa. Sus carcajadas limpias sonaban hermosas entre tanto libro. Me tranquilizó, me pidió que confiase en ella. Tenía el libro que yo necesitaba. Y si por mala fortuna, mi regalo no era bien recibido, ella sabría recompensarme (me dio la impresión de que no se refería a devolverme el dinero). Con gracia se alejó hacia la trastienda, dejándome ver su espalda, y el final de ésta.
Salí de la librería más azorado de lo que había entrado. En mis manos llevaba el libro que habría de regalar. No sabía qué libro era, me lo había entregado ya envuelto en papel de regalo. Deseaba con todas mis fuerzas que no fuese un libro sobre jardinería.
Llegó la hora de la cita y todos mis temores se transformaron en tartamudeos y tropiezos. Era la torpeza personificada. Lo que son las cosas, a Helena le hacían gracia mis inseguridades, mis titubeos, pensaba que lo hacía para que ella se riese.
- Me gustan los hombres que me hacen reír, me dijo muy seria. No supe qué decir, me atraganté con mi propia saliva, y en pleno ataque de tos descontrolada, le ofrecí mi regalo.
Su risa frenó en seco.
- No me gustan los regalos, me espetó secamente.
- Es un libro, acerté a decir entre tos y tos.
No podía dejar de toser, la angustia me latía espasmódica en todo el cuerpo. Tenía tanta curiosidad como ella por saber qué libro le estaba regalando.
Al abrir el libro, su mandíbula pareció a punto de desencajarse de tanto como abrió la boca.
- Gracias, gracias, muchísimas gracias. Qué curioso regalo. Un libro con las páginas en blanco. Un libro para que pueda leer lo que yo misma imagine, o para llenarlo con las ideas que mejor me parezcan; tal vez con lo más bonito de nuestra relación. Gracias, gracias, muchísimas gracias.
La relación duró poco, tan poco que no llegamos ni a practicar sexo.
No me importó mucho, bueno, la verdad es que no me importó nada.
En cuanto Helena dio la relación por muerta, me lancé a toda velocidad a la librería.
Allí seguía la librera, con su misma risa limpia, su escote generoso, y su perfume embriagador.
Hicimos el amor en la trastienda, entre libros de poesía descatalogada.
Llevamos ya cuatro meses amándonos casi con la misma pasión del primer día. Leer no leo mucho, pero el amor escribe páginas enteras en el libro de mi actualidad.
Fernando García Crespo