Quiero vivir en una tierra donde sea imposible la existencia de un ciudadano como Josef Fritzl, el monstruo de Amstetten. No sé que es más terrorífico, si un padre que secuestra a su hija, la viola, la encierra durante 24 años y le hace siete hijos, o una existencia marcada por el aislamiento absoluto. Da miedo que ni su propia mujer se diera cuenta de lo sucedido, que no hubiese un vecindón o una vecindona que sospechara algo, que la vida privada pueda convertirse en un sótano negro, en un campo de concentración al margen de los demás, sin una mirada inoportuna, sin un oído capaz de escuchar una queja, sin un amigo obligado a recibir una confesión, en un momento de debilidad, después de apurar la penúltima copa sobre el precipicio biográfico de un mostrador de bar. Quiero vivir con la ilusión de que en Andalucía hubiera sido imposible esta historia estremecedora, ocurrida a pocos kilómetros de Viena, en un país habitado por gente laboriosa, productiva y dueña de sus interioridades. Un andaluz, aunque ocultara un monstruo en sus entrañas, hubiese sido incapaz de guardar el secreto durante 24 años de copas de manzanilla, de charlas con amigos, de bares, gritos y llantos. Si el sueño de la razón crea monstruos, el frío de la incomunicación provoca abismos en la conciencia y telarañas en los ojos. Da miedo que existan lugares en los que nadie, ni una vecina entrometida, ni un vecino molesto y confraternizador, ni tu propia mujer, nadie, pero nadie, sea capaz de intuir lo que llevas detrás de tus palabras, lo que existe al otro lado de tu silencio, de tu mirada, de tus modales de pulcro ciudadano.
Desmintamos, pues, la leyenda negra de nuestro gusto excesivo por los bares y las fiestas, pero sin pasarnos, que los mostradores son unos aliados imprescindibles de la gente de bien. Además, ahora que está aumentando el turismo interior, nuestra experiencia de bares se va a convertir en un motor eficacísimo de las ofertas de calidad. Las subidas disparatadas de precios y los malos servicios son difíciles de asumir por gentes que han aprendido a querer y respetar a sus hijas mientras las invitaban a una ración de calamares en el bar de la esquina.
Publicado en El País el 3 de Mayo de 2008.
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